Edificio de la televisión estatal
Baños públicos en la esquina del hotel
Llegamos a China después de un buen viaje de ocho horas desde Munich en Lufthansa. Desde el gigantesco aeropuerto nos tomamos un tren hasta una estación en el centro de la ciudad para ir caminando al hotel. Según el mapa, eran unas veinte cuadras que podríamos hacer sin problema. Primer error y primera lección: en China nada es cerca, nada se puede hacer caminando porque las distancias que en el mapa parecen accesibles resultan ser imposibles. Con su mejor inglés y una sonrisa, Rodrigo empezó a preguntar dónde estaba la calle del hotel, hacia donde debíamos caminar. Segunda lección: nadie habla inglés en China, solo los empleados de los hoteles 5 estrellas que lo hablan poco y mal. Finalmente, cuando ya vimos que no había manera de que alguien nos dijera para qué lado ir, rodeados de edificios enormes, autos tocando bocinas y chinos escupiendo, decidimos tomar un taxi. Tercera lección: hay que llevar la dirección escrita en chino para poder mostrársela al taxista porque no solo no hablan inglés sino que además no saben leer un mapa. Aprendidas las tres primeras lecciones en pocos minutos llegamos al Prime Hotel, nos instalamos y salimos a “recorrer” Beijing.
Beijing es grande: avenidas muy anchas de muchos carriles, edificios gigantescos, demasiados autos, cientos de bicis, muchísima gente, tránsito sin orden… Una población que supera los 17 millones de habitantes. Todo parece fuera de la escala humana a la que estamos acostumbrados.
Beijing huele raro. El aire de la ciudad está muy contaminado y el horizonte son un par de cuadras, luego todo se vuelve borroso a la vista. Los baños públicos aportan su propio olor, a veces muy intenso. También las casas de comidas colaboran con el olor de Pekín, son establecimientos donde preparan comida que venden a la calle o en pequeños recintos con alguna mesa. Definitivamente no son sitios donde te den ganas de ir a almorzar.
Beijing es grandiosa, una ciudad que no termina. Las torres de edificios de apartamentos se multiplican sin cesar en una especie de proyección geométrica infinita. Hay edificios de treinta o cuarenta pisos como enormes moles y los hay de diseño moderno y atractivo. Hay puentes y autopistas indescifrables. Los centros comerciales son de diez pisos y los mercados de cuatro o cinco.
Beijing agobia y fascina. Beijing deslumbra y provoca.
Beijing es grande: avenidas muy anchas de muchos carriles, edificios gigantescos, demasiados autos, cientos de bicis, muchísima gente, tránsito sin orden… Una población que supera los 17 millones de habitantes. Todo parece fuera de la escala humana a la que estamos acostumbrados.
Beijing huele raro. El aire de la ciudad está muy contaminado y el horizonte son un par de cuadras, luego todo se vuelve borroso a la vista. Los baños públicos aportan su propio olor, a veces muy intenso. También las casas de comidas colaboran con el olor de Pekín, son establecimientos donde preparan comida que venden a la calle o en pequeños recintos con alguna mesa. Definitivamente no son sitios donde te den ganas de ir a almorzar.
Beijing es grandiosa, una ciudad que no termina. Las torres de edificios de apartamentos se multiplican sin cesar en una especie de proyección geométrica infinita. Hay edificios de treinta o cuarenta pisos como enormes moles y los hay de diseño moderno y atractivo. Hay puentes y autopistas indescifrables. Los centros comerciales son de diez pisos y los mercados de cuatro o cinco.
Beijing agobia y fascina. Beijing deslumbra y provoca.
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